Desde que tenía 9 años Marta quiso ser médica. Por aquel entonces le encantaba jugar con sus amigas a que ella era una médica famosa y les curaba de todo tipo de dolencias: dolores de cabeza, piernas rotas, etc. El banco del parque hacía las labores de camilla y las tiritas eran su material más preciado.
Cuando terminó sus estudios de bachillerato, Marta empezó la carrera de medicina en la Facultad de Albacete. No podía estar más contenta. Su sueño estaba cada vez más cerca… Hizo muy buenos amigos durante el primer año de carrera y siguió con ellos los siguientes. Sus notas reflejaban el esfuerzo que hacía diariamente: cuando no estaba en clase, estaba en la biblioteca haciendo trabajos y resumiendo lo que aprendía cada día. No le causaba ningún problema este tipo de vida. Se preparaba para el trabajo de sus sueños…
El primer día que tuvo que poner una vía a un paciente, no cabía en sí de alegría. Se sentía una entre un millón. Ayudar a gente enferma era su vida.
Y por fin, le llegó la oportunidad. Una mañana recibió un correo electrónico que decía que todos los estudiantes de último curso de carrera debían incorporarse para trabajar en los hospitales de su ciudad. Al parecer, necesitaban todos los recursos disponibles para hacer frente a una pandemia que hacía un tiempo había llegado al país. Ese día, sintió que los años invertidos en libros y tiempo en la biblioteca habían dado su fruto. Quería sentirse útil y ayudar a los enfermos, que, por entonces, se contaban a centenares.
El primer día, ella y sus compañeros se presentaron en la sala de juntas, donde los habían reunido para darles instrucciones de actuación. «Recordad todo lo que habéis aprendido hasta la fecha, lo necesitaréis» les dijo su superior antes de mandarlos a trabajar.
Marta se sentía enérgica, animada, dispuesta a hacer lo que le dijeran y a estar donde la necesitaran. Se puso el pijama y la bata blanca y, protegida con una mascarilla y unos guantes, se puso al servicio de su supervisor.
Aquello era una locura. Los pacientes no dejaban de llegar y las urgencias se contaban a decenas en un solo día. Ella seguía las instrucciones al pie de la letra: «si no están graves, es mejor mandarlos a casa».
Al final del día, Marta estaba agotada, había trabajado durante un turno de trece horas y estaba deseando llegar a casa y descansar. El día siguiente fue más de lo mismo. Sentía que, aunque quisiera ayudar, no podía, eran demasiados enfermos y demasiada gente muriendo. Y por si esto fuera poco, los equipos de protección con los que contaban eran mínimos.
Tras una semana en urgencias, la enviaron a trabajar a la UCI, donde los pacientes necesitaban atención las 24 horas del día. Como ese espacio era insuficiente, la sala de urgencias hizo las labores de una UCI improvisada donde ingresaban a los enfermos que iban llegando. Veía como morían centenares de personas cada día, solos, en sus camas, y algunos de ellos sin llegar a tener respiradores que aliviasen sus síntomas. Esta situación vivida día tras día, superaba a Marta. Aquello no era lo que ella había esperado encontrarse. Con un poco de suerte, llegaba a coger de la mano a algún anciano para que el final de sus días no le pillara en soledad…
Se sentía cada vez peor. Cuando llegaba el momento de ir a dormir, le costaba demasiado coger el sueño, y cuando tenía que volver a trabajar, se le hacía cuesta arriba y no quería ir. Habló con sus amigas y decían sentirse igual, agotadas, saturadas, tristes, impotentes, con ansiedad y con muchas ganas de llorar.
Al principio podía controlar mejor sus emociones, pero con el paso de los días, le resultó imposible hacerlo. No podía soportar ver los mismos horrores un día tras otro. La sensación de impotencia e inutilidad, unida al miedo por contraer el virus, recreaban una y otra vez en su cabeza las imágenes que veía a lo largo del día.
Su ansiedad iba en aumento, y las ganas de salir corriendo de allí, también. Cuando cerraba los ojos para intentar dormir (aunque no siempre lo consiguiera), las imágenes de las camillas de un lado para otro, los carros de paradas entrando y saliendo de las habitaciones, los gritos de la gente pidiendo ayuda para un hombre que no podía respirar en la sala de espera, etc.; le venían a la cabeza y las veía tan nítidas que parecía que las tuviera delante en ese mismo momento…
Habían pasado dos meses desde su primer día en el hospital. Su estado de ánimo estaba por los suelos. Se sentía incapaz, desbordada por la situación, desconcentrada en su trabajo, alterada, irritable, ansiosa; y esos sentimientos eran constantes. Creía que aquello no podía ser verdad, debía ser un sueño, porque tantos fallecidos en tan poco tiempo, no podían estar permitidos…
Un día, se bloqueó. Por más que le daban instrucciones sobre lo que debía hacer y donde tenía que ir, Marta no podía escuchar… No pudo más.
En ese momento, recordó cuando tenía 9 años… esas tardes en el parque en las que jugaba a curar a sus amigas de dolores de cabeza y de piernas rotas.
Aquello no se parecía en nada a su sueño…
Si te sientes identificad@ con esta historia, no dudes en buscar ayuda profesional. Es muy probable que estés sufriendo un Trastorno de Estrés Postraumático.
Marta es el nombre ficticio de este relato basado en muchas historias reales.
Por último, dar todo mi apoyo al personal sanitario que cada día arriesga su salud por la de los demás.
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